UNIVERSO INVERSO - TONDI

«Lo primero que sentí fue frío y movimiento. Era todo lo que había. No era como estar subiendo, o estar descendiendo; simplemente me movía. No había un arriba o abajo; no había suelo, ni luz, ni gravedad, ni nada que me dijera en dónde estaba, de dónde venía y/o a dónde iba. No había tiempo ni espacio, y no lo hubo hasta que el movimiento cesó abruptamente. Fue como si hubiese chocado contra el límite de la nada, excepto que no se sentía ni se veía. En la ausencia de luz, una comienza a cuestionarse si de verdad existe. ¿Soy real?.

Entonces, Él apareció. Era un ente de dimensiones titánicas sin forma, posición o composición determinada. Tenía tanto control sobre sí mismo, que a fuerza de voluntad hizo que dos grandes manos surgieran de su cuerpo. Así mismo, apartó de sí la luz y de ella se formó un cuerpo circular cuya luz era tan radiante que no podía ser visto directamente. Sólo entonces, supe que yo existía.

El ser siguió trabajando, y mientras más trabajaba, más forma adquiría. Cientos de astros se desprendían de su cuerpo, y todos se alejaban en distintas direcciones. Puso sus ojos sobre uno en particular. Este astro era uno de los más grandes de todos. Lo hizo girar en su eje y disminuyó de tamaño para poder trabajar bien en él. Lo colmó de agua, luego la separó de la tierra, luego puso plantas en la tierra y finalmente lo tocó para darle alma propia.

Y yo viendo todo. Estuve ahí para presenciar cada paso del proceso. Lo vi creando miles y millones de seres hermosos y coloridos, todos en pares y perfectamente dóciles. Los tocó y los puso en el planeta. Los llamó “animales” y les ordenó vivir y multiplicarse.

Y cuando hubo terminado de hacer esto, ya no era amorfo. Ahora tenía la forma de un ser humano, y por increíble que parezca, parecía joven…, o no tan viejo. Se veía algo agotado, concentrado y pensativo. Pareció tomar una decisión y volvió a ponerse a trabajar. Hizo a dos seres más, unos que se le parecían. Los tocó y los puso en el planeta junto con los otros animales.

Pues bien, estos seres aprendieron de su entorno, se familiarizaron con los animales, aprendieron a comunicarse, se reprodujeron, poblaron todo el planeta, formaron las primeras civilizaciones. Crecieron en sabiduría y en número.

Y una vez comenzaron la etapa de conquistarse y de subyugarse entre ellos, el ente les habló por primera vez con su voz poderosa: “Les ordeno que se odien los unos a los otros. Mátense. No se tengan compasión, pues la muerte y el dolor son las ofrendas para glorificar a su Dios”. Una vez dijo esto, me miró, se encogió de hombros y sonrió tímidamente.

Y los seres así lo hicieron. Formaban ejércitos para atacar otras culturas, con la bandera de Dios muy en alto. Asesinaban hombres, mujeres y niños por igual, antes de que alguien más se levantara y lo hiciera en su contra. Y Dios entonces mandó Su ley, que hablaba de glorificarlo con la sangre y la cabeza de los inocentes; hablaba de que no se tuviesen respeto; que destruyeran su entorno; que hicieran grandes templos de huesos humanos donde lo glorificarían a Él y sólo a Él; pidió que crecieran en número, para que la muerte jamás terminara.

Y ellos lo hicieron. Al principio, se volcaron civilizaciones contra civilizaciones. Se destruyeron los unos a los otros, empezando con culturas completas; luego entre clanes; luego entre familias; y, finalmente, se mataban los unos a los otros. El padre al hijo, la madre a la hija, los hijos a los padres. Muchos huían con miedo de los lugares poblados, pero eran perseguidos y masacrados sin piedad. Pronto, se crearon las primeras culturas conquistadoras que regían todo el planeta, y estaban en constante guerra para ser los únicos herederos del mundo de Dios.

Sin embargo, estaban las personas que escapaban de este sangriento círculo. Aquellos que valoraban la vida y se amaban los unos a los otros. Estos exiliados fueron pocos al principio, pero poco a poco sus números fueron creciendo, por ser los únicos que no se mataban entre ellos y que respetaban la vida. Un hombre entre ellos les predicaba que no podían seguir viviendo como Dios se los había mandado, y todos seguían a este hombre. Fue el primero de muchos que llevó a esta cultura de refugiados a sobrevivir y a convertirse en los primeros Justos, mientras las culturas que seguían a Dios cumplían su cometido y se exterminaron en su totalidad. Los victoriosos, que ahora se creían los dueños del mundo, padecieron hambre y enfermedad, pues habían consumido todo a su alrededor. Ya no tenían agua para beber, no tenían animales para comer, no tenían plantas para hacer medicinas para curarse. Viajaron años y años por los vastos cementerios que ellos habían hecho y finalmente llegaron a las planicies de los Justos.

Y así comenzó otra guerra ideológica contra los Justos, que habían crecido en número. Para los seguidores de Dios, las cosas que los Justos hacían eran blasfemias. No podían creer que no siguieran las leyes de Dios. Querían pelear, acabarlos y quedarse con sus tierras y sus mujeres, pero eran demasiado pocos y estaban demasiado cansados para siquiera intentarlo. Así que decidieron esperar el momento justo. Convivieron con ellos. De tanto esperar, olvidaron su objetivo principal y se contagiaron del estilo de vida bondadoso y caritativo de los Justos.

Y un día, Dios envió a su mensajero del odio. Un ser hecho de su propia esencia, engendrado de una pareja de sus más fieles seguidores. Era más poderoso y más violento que cualquier humano que jamás hubiese existido. Y Dios le dio el poder de quitar la paz de todo el planeta. Y le dio una gran espada y un caballo rojo. Traía el mensaje de destrucción y muerte de Dios, y todos los que habían estado con Dios, volvieron a estarlo. Una nueva guerra se desató en contra de los Justos. Todos temblaban ante la presencia del enviado, pero sus largos años de estudiar sus propias costumbres de justicia, les ayudó a ver que tenían que enfrentarse a este ser supremo. Pelearon todos juntos y lo derrocaron. Los que lo siguieron se dispersaron, pero no querían que esa llama muriera, así que fueron a llevar el mensaje de que Dios de verdad existía y que seguía queriendo sangre y odio.

El tiempo pasó. La cultura de los justos siguió creciendo y esparciéndose por el mundo, junto con la de los seguidores de Dios. Los Justos veían a los amantes de la violencia volverse estrafalarios y ricos. Seguían glorificando a su Dios a su manera, pero cada vez eran menos. Los seguidores de Dios siempre estaban tratando de convertir a todos los Justos al camino de la violencia porque Dios así lo quería, pero los Justos ya no creían en su existencia. Los años habían pasado. Su enviado había sido olvidado por completo.

Escuché a Dios cuando les gritaba: “¡Escúchenme! ¡Soy real! Soy su Dios y les ordeno que se odien. No me desobedezcan, o los castigaré”. Sus palabras llegaban en forma de huracanes y terremotos que impactaban los pueblos. Los Justos, como sea, no veían esto como sus palabras, sino como simples fenómenos de la naturaleza. Se ayudaban con ropa y comida y se prestaban sus casas entre ellos para tener donde vivir.

Y los Justos olvidaron ara siempre el nombre de Dios. Vivieron sus vidas siendo buenos entre ellos. Sembraban sus alimentos y cuidaban sus poblaciones; los animales eran sagrados para ellos, pues representaban el alimento y la naturaleza. El medio de transporte primario fue el caballo. El más grande descubrimiento que jamás hubo, fue que se podía extraer agua del fondo de la tierra, y esto para ellos fue mágico. Lo compartieron con todos y los pueblos pudieron crecer prósperos y felices en áreas donde antes no podían.

Los seguidores de Dios poco a poco estaban menos convencidos de que su supuesto enviado alguna vez hubiera existido, y adoptaban cada vez más las costumbres rurales y respetuosas de los justos. Guardaban su religión para cuando estaban solos, por vergüenza a que los Justos los vieran siendo violentos.

Ese mundo estaba por cumplir los setenta mil años, se veía verde y en él, habitaban personas felices, que nunca más volverían a creer en Dios.

Se volvió hacia mí y me sonrió, como compasivamente. Sé lo que estaba viendo. Que lo que había creado en ese mundo al menos cien veces más grande que el planeta Tierra, era bueno. No creían en Él, y no le gustaba. Pero era un paso más cerca.

Entré en paranoia y traté de hablarle poco antes de que comenzara a moverme una vez más. “¿Qué será de nosotros? ¿Qué vas a hacer con nuestro planeta?”, le pregunté desesperada en repetidas ocasiones antes de sentir la absorción que me atraía a través del hiperespacio. Sólo alcancé a verlo volver a enfocarse en su nuevo planeta; el que ya no creía en Él, pero que era más próspero y unido de lo que nosotros podríamos ser.

Y la fuerza de atracción me llevó lejos de ese sol, lejos de esa galaxia, y finalmente, pude ver que me sacaba de ese universo. Viajaba más rápido que ninguna cosa en el infinito. Dejé atrás todas las estrellas. Pronto, volví a quedar completamente a oscuras, sin nada más que la luz menguante de los astros del universo inverso que Dios había fabricado frente a mí. Me volvió a invadir la irrealidad, volví a moverme fuera del tiempo y del espacio. Algo me hizo dar vuelta y viajar de frente. Una nueva luz apareció frente a mis ojos. Volví a verme rodeada de astros, luego vi nuestro sol, luego nuestro sistema y el planeta Tierra. La gravedad volvió a engullirme. Comencé a caer sobre el continente americano, sobre México, luego pude ver Cd. Juárez y caí contra el hospital en donde me tenían hospedada.

Y desperté.