¿Privatizar el espectro radioeléctrico?

Hace unos días recibimos el comentario de un lector sobre un artículo que

escribimos hace un tiempo en el que nos preguntábamos de quién era el

espectro radioeléctrico. Él nos recomendaba, a su vez, un artículo de la Mises

Institute, una organización que defiende las tesis económicas más liberales.

De hecho, sus fundadores fueron unos de los principales autores de las tesis

que alimentaron al neoliberalismo. Puedes leer quién fue Ludwig von

Mises, aquí.

El artículo cuestiona que la administración del espectro radioeléctrico sea

pública y reclama que, ante la demanda de servicios wireless, “la privatización

a gran escala de este recurso es esencial”. Su autor cree que la propiedad

pública del espectro se presta a tanto a la “tragedia de los comunes”[1] como a

corruptelas políticas. En esta última parte podemos coincidir. En América

Latina las frecuencias han sido moneda de cambios de congresistas y

senadores por favores recibidos. Pero que las regulaciones no se apliquen

correctamente no significa que haya que eliminarlas, sino desarrollar

mecanismos de transparencia para su justa aplicación.

Y esto no implica oponerse por principio a que las empresas privadas puedan

explotar frecuencias de radio y televisión, todo lo contrario. A lo que nos

oponemos es a que acaparen todo el espectro valiéndose de regulaciones

diseñadas a su medida y excluyendo a otros sectores como el público y el

comunitario.

El problema es que la liberalización del sector de las telecomunicaciones,

pensada inicialmente para romper con el monopolio de los Estados, no

garantiza necesariamente la distribución de la propiedad para la explotación

de las frecuencias. La idea de “desregulación” propone que, cuánto menos se

entrometa el Estado en un sector tan dinámico como las telecomunicaciones,

mejor funcionará ya que se autoregula con la “mano invisible del mercado”

que, supuestamente, fomenta la competencia, el crecimiento empresarial,

diversifica la oferta y baja los precios. Pero es una falacia: lo que se llama

“desregulación”, por lo general, es un complejo entramado regulatorio que

favorece la explotación comercial, la concentración de la propiedad y amplios

márgenes de ganancia. El libre mercado no existe, y los hechos lo

demuestran.

Esa “ausencia del Estado” se han gestado enormes monopolios en el sector de

las telecomunicaciones. Pasó con el telégrafo. En Estados Unidos, tras unos

años con cientos de empresas de telegrafía, seis de ellas acordaron dividirse el

país comprando a sus competidoras. Pocos años después, una de ellas –la

Western Union– adquiría a sus rivales llegando a controlar el 80% de los

telegramas del país. Pasó también con el teléfono. Tras la liberación de la

patente aparecieron diversas empresas que fueron asfixiadas por la poderosa

AT&T (American Telephone and Telegraph Company). La misma Asociación

Nacional de Centrales Telefónicas Independientes reclamaba en 1910 la

intervención del Gobierno para que las protegiera de los “métodos de lucha

indignos, ilegales y perjudiciales para el bienestar general» [2] con los que

operaba la AT&T . El poder de esta compañía se mantiene hasta el día de hoy

siendo uno de los 4 principales conglomerados de medios del mundo, dueña

de: DirectTV y WarnerMedia, controlando Times y CNN, Warner Bros,

Cartoon Network, TNT o HBO, entre otras [3].

Y nos fijamos en Estados Unidos, porque esta tendencia privatizadora es la

que se exportó hacia América Latina. Ciertamente, con la radiodifusión no se

llegó a monopolios de esta magnitud, pero la mayor parte de las frecuencias

están en manos privadas en América Latina y son pocas las empresas que

concentran la propiedad actuando como oligopolios [4] con las consecunecias

que esto tiene para la democracia: “la concentración y centralización creciente

del poder mediático, su incidencia política, económica y social de graves

consecuencias: desestabilización y caída de procesos políticos e

institucionales contrarios a los intereses que esos medios resguardan”. [5]

Afirmar, como cita el artículo de Mises, que el «el derecho humano a la

libertad de prensa depende del derecho humano a la propiedad privada del

papel prensa» –atribuida a Rothbard, autor del Manifiesto libertario–, es otra

falacia que se desmonta por sí sola. Sobre todo, porque se sostiene sobre la

relación inexacta que iguala libertad de prensa (y empresa) con la libertad de

expresión, y refuerza la teoría del “libre flujo”, impulsada principalmente

desde Estados Unidos y Reino Unido. Cuando desde artículos como este

denuncian que la escasez del espectro radioeléctrico es artificial y que la

intervención del Estado es una afrenta a la libertad de expresión, lo que están

defendiendo es su libertad de explotar libremente un recurso para su

propio beneficio. No parece molestarles las restricciones artificiales en bienes

comunes que no son escasos, como es el conocimiento. En ese caso, la

defensa de las patentes que limitan el libre flujo en beneficio de su

explotación comercial sí es aceptable para ellos.

Como hemos visto, la liberalización del sector de las telecomunicaciones no

rompe por sí misma la tendencia de la concentración de la explotación del

espectro radioeléctrico –ya sea pública o privada–. Se necesita la intervención

(transparente, eficiente y con un abordaje de Derechos Humanos) del Estado

para garantizar la distribución, la diversidad y la pluralidad, y evitar así la

concentración de la propiedad en los medios de comunicación, que tiene

impactos profundos sobre el debate público y la democracia.