Loyola y la vil recogida, en 2020, de las nueces de ETA

Siempre es posible empeorar una gestión, dañar una relación, alimentar una discriminación… profundizar en una capitulación. Algo de todo eso hay en la decisión que ha tomado el presidente del gobierno, infausta, una entera deshonra, de entregar el cuartel de Loyola, del Ejército, al PNV, pasando a depender las instalaciones en adelante del Ayuntamiento de San Sebastián. Todo, en virtud de un chantaje por el que abiertamente se pasa para sacar adelante los Presupuestos Generales del Estado

El simbolismo de esta cesión insólita es muy alto, los caprichos del inquilino de Moncloa nos están empezando a salir muy caros a los españoles, no sólo en el aspecto rigurosamente económico; y la deriva es hacia tal punto de deterioro general que, precisamente como me apuntaba un viejo y laureado uniformado esta misma semana, “esto no puede acabar bien”. De despropósito en despropósito y quien a Dios se la dé San Pedro se la bendiga.

Esto no puede acabar bien porque la humillación a las víctimas del terrorismo (a las que se prometió engoladamente ‘memoria, dignidad y justicia’) continúa. ETA intentó acabar en más de media docena de ocasiones con ese recinto que ahora se abandona, del que se huye. Jamás lo consiguió a pesar de las amenazas y las bombas, precisamente porque desde allí se preparaban importantísimas operaciones para detener ‘comandos’, identificar pisos francos o localizar material explosivo, estuviese donde estuviese escondido por aquellas sanguijuelas, muchas aún huidas y en busca y captura por la Audiencia Nacional.

La traición a todo aquello por lo que hemos luchado como nación y a todos los sacrificios que tuvieron que asumirse para doblegar a una organización asesina está fuera de toda duda. Durante años se le reprochó al PNV y, desde luego al brazo político de la banda (Batasuna o como se llamase el engendro), que mientras Ternera y sus pistoleros sacudían el árbol, ellos recogían las nueces: endosaban a su cuenta corriente, de manera infame, el precio de la violencia.

Algunos ingenuos pensaron que con el cese de la actividad armada por parte de estas sabandijas, esa obsesión nacionalista por obtener un botín político de las secuelas de la criminalidad había desaparecido. ¡Craso error! De aquellos polvos, estos lodos.

En efecto, Sánchez nos ha devuelto a un barrizal que dábamos, como colectivo, por parcialmente superado. Pero ha ignorado algo relevante: es él quien mancha sus propios trapos de indignidad y deshonor. La mayoría absoluta de los españoles, con la camisa limpia y la cabeza alta, jamás abonarían una factura que se pasa a cuenta de las ensoñaciones pretéritas de aquella mafia de la dinamita que tanto daño hizo y dolor extendió; y, esperamos, nunca olviden a quien sí se humilla para pagarla por inconfesables motivos.