Fiscalía General de Pedro Sánchez

Las afirmaciones hechas ayer por la ministra portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, atribuyendo «normalidad» a la decisión de la Fiscalía de rechazar tajantemente una veintena de querellas contra el Ejecutivo de Pedro Sánchez por la gestión de la pandemia, no deben sorprender a nadie. Una fiscal general del Estado como Dolores Delgado, nombrada pocos días después de dejar de ser ministra de Justicia con Sánchez, no puede, por impensable, avalar acusaciones penales contra su propio jefe de filas. No es que su imparcialidad esté en entredicho. Es que sencillamente esa imparcialidad no existe porque en el pecado de su nombramiento está la obscenidad que intoxica nuestro sistema acusatorio. Es más, fue expresamente designada fiscal general para evitar conflictos penales al Ejecutivo, y bien que se encargó ella misma de dejarlo claro en campaña electoral. Es lo que ocurre en las democracias en las que el sistema permite a un cargo público pasar de ser una ministra «hoolligan» a ocupar el cargo esencial del Estado con el que blindar a sus jefes de cualquier acusación penal. Y Delgado cumple su papel a la perfección. Sánchez y su Gobierno son ya una especie protegida a los ojos de la Fiscalía más politizada y menos independiente que ha existido en democracia. De hecho, la estética de su designación es un deshonor democrático, y su nombramiento se mantiene impugnado con criterios jurídicos objetivos ante el TS, que algún día tendrá a bien pronunciarse al respecto. Mientras tanto, Delgado seguirá haciendo y deshaciendo a su antojo con su control sobre la Fiscalía.

Sin embargo, no está claro que el Supremo vaya a quedar condicionado por el criterio del Ministerio Público contrario a la admisión de las querellas por negligencias varias en su gestión del coronavirus. Su criterio no es vinculante, y a buen seguro el debate en el Supremo no está cerrado pese al deseo de Delgado. Es posible que nadie pueda acusar porque sí al Gobierno de miles de homicidios imprudentes por una nefasta gestión de la crisis sanitaria. De hecho, las mentiras del Ejecutivo y su ocultación de muchas verdades no son en sí un delito. Pero el manejo de contratos de la Administración al albur del «mando único» de Sánchez, sus instrucciones concretas para bunkerizar a ancianos en las residencias sin opción alguna de salir a hospitales, y la negligencia en la previsión de medios materiales con los que proteger al personal sanitario, pueden no estar exentos de responsabilidad penal. Lo investigue el Supremo, o sean tribunales ordinarios quienes lo hagan, es una cosa que aún no está al alcance del proteccionismo político, que no jurídico, de Delgado. La Fiscalía General ha impuesto criterios ideológicos a la Fiscalía del Supremo. Negarlo carece de sentido. Ahora, solo falta que la Justicia cumpla su función, y no las instrucciones de Sánchez.

ABC