ABRAN PASO AL ESPÍRITU DE LA EXPOSICIÓN POR FRANCISCO LÓPEZ PORCAL

POR FRANCISCO LÓPEZ PORCAL

Cuando en 1909 el maestro José Serrano arrancó los primeros compases del himno de la Exposición, el rostro de Tomás Trenor Palavicino reflejó la emoción de su sueño hecho realidad tras no pocos desvelos. Ante la más alta representación del Estado, Trenor solicitaba para Valencia la atención necesaria «para que se la cuente en primera fila entre las que enaltecen a nuestra querida España». Previamente su entusiasmo había calado en la ciudadanía con el alborozo propio de quien deseaba desterrar el desánimo de un resignado provincianismo. La idea de Trenor encajó en cierta manera con el afán renovador de un blasquismo republicano deseoso de modernidad, de ahí su adhesión al Certamen. Una empresa harto difícil que fue capaz de aglutinar a toda la sociedad valenciana venciendo ese individualismo secular motivado, quien sabe sí por la fuerza del minifundismo de la tierra. Lo que quizás nunca imaginó el entonces presidente del Ateneo Mercantil fue la trascendencia de tanto esfuerzo. Mostrando al exterior lo mejor de la tierra valenciana, la ciudad supo atraer renovadas influencias y tendencias, pero ante todo captó el soplo de modernidad idóneo para enaltecer el aspecto urbano de lo que todavía era un poblachón rural.

Poco a poco, un entorno tan poco amable como los solares de San Francisco iba transformándose en una plaza digna, primero con el modernismo e historicismo de Francisco Mora y después con el racionalismo, casticismo y art-decó de Javier Goerlich, Almenar Quinzá, Borso di Carminati, Rieta, Carbonell y tantos otros que completaron en plena República el enclave actual. Un aliento interrumpido en 1936 y reanudado en la posguerra con la reconstrucción de edificios devastados y derribo de otros a veces sin un claro criterio. Los planteamientos urbanos del momento crearon arterias como el Paseo al Mar y las primeras Facultades diseñadas por Moreno Barberá. No obstante, en 1957 llegó otra sacudida, la del llanto acuático de un cielo sombrío. Una tragedia bien ilustrada por María Beneyto en 'El río viene crecido' cuyo relato es el de una ciudad triste y desvaída, un barrio del Carmen desolado por la humedad y unas chabolas, las de Nazaret, desaparecidas bajo las aguas. De nuevo otro aldabonazo en el resignado ánimo de los ciudadanos. Pero ante tantas conciencias calladas por la tibia reacción del Estado, he aquí que volvió a surgir la voz del reproche emulando al Marqués del Turia en 1909 en las quejas de su hijo Tomás Trenor Azcárraga, alcalde a la sazón y Martí Domínguez, director de LAS PROVINCIAS. La osadía, a la par que su nobleza, les costó sus cargos.

A partir de entonces, el desarrollismo de los años sesenta y setenta, auspiciado por el Plan Sur, concibió un progreso no siempre coherente. Proyectos absurdos cedieron por la presión vecinal. Eran los ochenta cuando Pérez Casado se enfrentaba a graves carencias básicas logrando la participación ciudadana que gritaba aquello de «El llit del Túria és nostre i el volem verd». Al final, el diseño de Ricardo Bofill quedó reducido a unos tramos. El jardín ganó en pluralidad, aunque retrocediera en homogeneidad. Pero ahí tenemos un bello cinturón verde. Valencia fue creciendo a impulsos, como el de Rita Barberá cuyo proyecto grandioso, enérgico y quizás también dotado de obstinación quijotesca, aportó un perfil urbano de enjundia marcado por amplios bulevares, con las torres de Francia y Hilton, el Palacio de Congresos de Norman Foster, la Ciudad futurista de Calatrava, el Veles e Vents de Chipperfield en la renovada fachada marítima, así como la iniciativa del inacabado Parque Central trazado por Kathryn Gustafson.

La ciudad captó el soplo de modernidad idóneo para enaltecer el aspecto de lo que era un poblachón rural

Si Andrés Trapiello escribe que Madrid profesa la fisonomía de Isabel II, como tiene el alma que le dio Galdós, Valencia quizás comparta el distinto afán renovador de Blasco Ibáñez y Trenor, más el hálito urbano de Goerlich. De Blasco alberga el espíritu de doña Manuela, de Arroz y tartana, esparcido por las calles del Mercado y la Alameda, una huella galdosiana que Joan Oleza describe como «ese gigantesco decorado de cartón-piedra, fastuoso y brillante, que todo el mundo se empeña en mantener para ocultar la realidad mezquina, miserable, oscura y prosaica» respecto a una España decimonónica que tanto preocupaba al escritor canario. En este sentido, resulta evidente la ambición que comparte la Viuda de Pajares, de Blasco, con doña Paca Juárez de Misericordia y la Marquesa de Tellería en La de Bringas, creadas por don Benito.

En cuanto a Goerlich, Vicent Baydal escribe con criterio que «es difícil pasear por el Centro o el Ensanche de la capital valenciana sin cruzarse con un edificio construido por Javier Goerlich Lleó» y lo dice con admiración, dada la capacidad de trabajo del genial arquitecto en una urbe en expansión durante la primera mitad del siglo XX. Lástima de plaza dedicada en su honor.

Valencia tiene ante sí numerosos desafíos urbanos y culturales pendientes. Los conocemos todos. Proyectos enquistados, iniciativas huérfanas del nervio necesario para llevarlas a cabo, así como el lastre de la pasividad ciudadana, muy dada en general al silenciamiento de la historia y del patrimonio artístico. No se puede querer a una ciudad si previamente no se la conoce. Por todo ello he reflexionado muchas veces sobre cuál sería el relevante legado que generará la ciudad actual. A mí me cuesta averiguarlo, porque de momento no lo veo. Valencia está incompleta en muchos aspectos, ¿a medio camino? del rango merecido. Y ante esta encrucijada, no olvidemos que, por encima de intereses y egoísmos, el progreso de una ciudad no puede convertirse en codiciado estandarte de una sola ideología. Trenor y Blasco, desde sus desencuentros así lo entendieron. Y digo yo que algún jirón de aquella Exposición y de posteriores actuaciones municipales permanecerá almacenado en los vitrales de la memoria histórica trocado en magdalena de Proust. Es momento de consenso y de espíritu regenerador porque la ciudad en el fondo es un estado de ánimo.